Monjes, pagodas y el pueblo lacustre. Rumbo al lago de los intha
Travesía
en bicicleta por las aún desconocidas rutas de Birmania, que se está abriendo
al turismo y ofrece al viajero una experiencia única. Crónica de los días de
viaje entre Yangón y el llamativo lago Inle, donde vive un pueblo hecho a la
vida en el agua.
Myanmar,
nombre oficial de la antigua Birmania, no es un destino turístico común. El
país, gobernado férreamente por una dictadura militar desde 1962, estuvo
cerrado a la mayoría de los extranjeros durante décadas. Sin embargo, esa misma
condición preservó a los birmanos y su rica cultura de las influencias más
perniciosas de la globalización. Aunque cada vez hay menos trabas y más
turistas que visitan el país, Myanmar sigue siendo culturalmente particular,
con su budismo omnipresente y la amabilidad extrema de su gente.
Nuestro
destino era el lago Inle, uno de los lugares más interesantes y visitados en
este país. El lago está unos 800 kilómetros de Yangón, la vieja capital y
puerta de ingreso a Myanmar, por lo que es común que los turistas tomen un
avión o un ómnibus para ir a conocerlo. Nosotros, en cambio, fuimos en
bicicleta.
BIRMANIA
SEGUN YANGON
Hasta
hace unos años conocida como Rangún, pocos saben que Yangón ya no es la capital
de Myanmar. Sin embargo, continúa siendo la ciudad birmana más importante, con
sus más de cuatro millones de habitantes, la animación incesante de sus calles
y la presencia de las embajadas extranjeras, del aeropuerto internacional y del
grueso del comercio.
Recorrer
la ciudad, recostada sobre un afluente del gran río Irawady, es una experiencia
que compendia imágenes parecidas a las de otras partes del Tercer Mundo, aunque
combinadas de forma particular. El tránsito es, por supuesto, caótico y, al
igual que en la India o en casi cualquier otro lugar del sudeste asiático,
vehículos de todo tipo y color circulan por calles y avenidas. Los puestos de
comida se suceden uno tras otro, ocupando las veredas con pequeñas mesas y
banquitos en los que, como en Vietnam, la gente suele comer a toda hora. Y así
como nuestros pueblos andinos hacen con la hoja de coca, aquí todo el mundo
masca betel, un vegetal que cumple un papel parecido.
Además, los birmanos
todavía no han sido totalmente ganados por la moda occidental. Los hombres
visten unas faldas de colores oscuros, muy versátiles, que arremangadas se
convierten en una especie de short. Así las usan para jugar al chinlón, algo
así como un fulbito en el que varias personas en círculo tratan de mantener en
el aire una pelota de mimbre. Es un juego de destreza antiquísimo, lindo de
ver, en el que nadie gana ni pierde y que dura lo que los jugadores quieran y
puedan. Las mujeres, y a veces también los hombres, se pintan el rostro con
tanaka, una sustancia amarillenta que proviene del árbol de mismo nombre, que
usan para protegerse del sol ardiente y embellecerse.
Después
de pedalear bajo el calor extremo desde el aeropuerto –extrañamente moderno
para el país– llegamos a esta ciudad, donde pasamos dos días empezando a
conocer el ambiente en el que nos moveríamos durante semanas. Como en el resto
del sudeste asiático, todo es muy tranquilo y los birmanos despliegan gran
simpatía hacia el visitante, aun cuando la comunicación verbal se reduce a dos
o tres palabras en inglés. El budismo posiblemente tenga mucho que ver en estas
maneras del pueblo birmano, cuya sociedad, sin embargo, está lejos de no tener
violencias y conflictos. Los monjes, con sus cabezas rapadas y sus túnicas
rojas, se ven por todas partes. La población, que les prodiga un enorme
respeto, los alimenta diariamente cuando en fila india recorren con sus ollas
las calles para recibir arroz.
Las
pagodas, cuyos conos dorados sobresalen en todas las ciudades y pueblos, no son
sólo lugares de oración, sino también sitios de descanso y sosiego. Hay en
Yangón una enorme cantidad, pero entre todas sobresale Shwedagon, visitada por
miles de feligreses que dan vueltas en el sentido de las agujas del reloj a la
estructura circular rodeada de reliquias, estatuas de Buda y pagodas más
pequeñas erigidas a lo largo de siglos. La estructura principal, totalmente
recubierta de oro reluciente, sobrevivió incluso a la voracidad de los
ingleses, que saquearon salvajemente infinidad de sitios sagrados o históricos
(entre ellos, el palacio real en Mandalay) y provocaron más de una rebelión por
su obstinación en no respetar las tradiciones budistas.
LA
GRAN LLANURA DEL IRAWADY
La primera parte de la travesía fue por la
carretera principal que atraviesa el país por la gran llanura del Irawady. Para
evitar lo más posible el calor, tratamos de comenzar temprano la jornada
inaugural de pedaleo con destino a la ciudad de Bago, a unos 110 kilómetros de
Yangón. La ruta era, en este tramo, de cuatro carriles y ancha banquina, lo que
permite andar en forma bastante segura. De todos modos, los caminos birmanos
están inundados de carros de bueyes, camioncitos cargados hasta límites
insospechados, motos con tres, cuatro o más pasajeros, ganado y bicicletas que
obligan a los demás vehículos a ir bastante despacio. De esa forma, nos vimos
naturalmente incorporados a un flujo vial que a veces iba más veloz pero, en
muchos casos, más lento que nosotros.
Bago
fue en otra época capital de uno de los reinos birmanos y conservaba algo de
ese antiguo esplendor. Una de sus principales atracciones, además de las acostumbradas
pagodas y un enorme Buda acostado, es un monasterio cuyos más de 600 monjes
salen al amanecer a conseguir la comida diaria. Los turistas suelen visitar el
monasterio al mediodía, cuando los monjes, por una módica donación, dejan
presenciar el espectáculo de su almuerzo.
Después
de pasar un día allí, emprendimos otra vez la pedaleada por una zona rural,
atravesada por una carretera que se hizo angosta y salpicada de pueblos y
aldeas. Cuando se está por llegar a algún poblado, no es raro encontrarse a los
costados de la ruta con grupos de personas que sacuden rítmicamente recipientes
con piedras, mientras una música pegajosa (incluida la versión birmana de “La
banda”, de Chico Buarque) sale por altoparlantes. Así es como piden
contribuciones para mantener los monasterios de los pueblos a los vehículos que
pasan por la ruta.
En
cada lugar donde paramos a descansar, la amabilidad de los birmanos era
extrema, tanto como su curiosidad. Sin embargo, ese día empezamos a ver también
hasta qué punto el país seguía siendo un Estado policial. Si bien el turismo
internacional se abrió, el visitante está a sus anchas sólo en los sitios más
famosos: en el resto del país, el contacto de los birmanos con los extranjeros
todavía busca restringirse, tal como nos pasó en Nyaunglebin, un poblado donde
todos los hoteles se negaron a hospedarnos. Terminamos, por consejo del dueño
de un bar, en la policía, que nos mandó al siguiente pueblo, treinta millas (y
no tres, como dijeron) más allá y donde tampoco nos dejaron quedarnos a dormir.
Era un villorrio poblado por hindúes, en el que se armó una virtual asamblea
para discutir el caso de los argentinos en bicicleta. Finalmente, ya de noche,
la policía nos hizo tomar un vehículo hasta otra ciudad donde, esta vez, sí
había un hotel apto para extranjeros. La situación al menos nos permitió
conversar con Sanjay, un joven que nos contó que el pueblo se formó con
trabajadores de la región india de Bijar, llevados por los ingleses en la época
colonial.
LA
OFICIAL NAYPIDAW
Al día siguiente debíamos pedalear cien
calcinantes kilómetros para culminar en la misteriosa capital, Naypidaw. Por
suerte, después de almorzar en un parador de la ruta lo que a las chicas de la
familia que lo atendía les pareció bien (se divirtieron mucho tratando de
explicarnos el menú), nos dejaron tirar en los bancos a esperar que pasara la
peor hora. Cuando abandonamos esa comodidad para salir al torturante sol de la
ruta, hubo que meterle pata para tratar de llegar a la ciudad antes del
anochecer.
En
eso estábamos cuando hubo que parar en un control policial. Otra vez a
presentar los pasaportes, mientras los policías se comunicaban con la base para
informarle que “los argentinos” estábamos ahí (la palabra Argentina era la
única que se nos hacía transparente de su idioma). Esta vez, nos pusieron un
policía de escolta hasta dejarnos en el lugar autorizado. Cuatro hombres en
moto, vestidos de civil pero con handies, se fueron relevando para acompañarnos
a la capital.
Naypidaw
de noche parece un barrio cerrado pero con hoteles de lujo iluminados tipo Las
Vegas y una magnífica autopista de seis carriles que es usada sólo por los muy
pocos autos que circulan por aquí. Una ciudad a todo trapo, donde terminamos
pasando la noche en un hotel que usan delegaciones oficiales, la opción más
económica que encontramos. Igual de sorprendente fue lo que nos mostró la luz
del día cuando retomamos la pedaleada: en la ciudad capital no hay comercios,
las únicas casas que pueden verse son algunas mansiones y lo demás son sólo
hoteles y edificios públicos monumentales. Veinte kilómetros más adelante se
pueden ver miles de casitas prefabricadas, amontonadas en las zonas bajas y
polvorientas de los alrededores, en las que viven quienes de sol a sol
construyen la ciudad fantasma de los poderosos.
LA
TIERRA DE LOS SHAN
Cuando
dejamos atrás Naypidaw la travesía se normalizó y la policía no nos prestó más
atención. Abandonamos así poco a poco la llanura para empezar a pedalear por un
terreno algo más ondulado y seco: allí se puede ver a las claras la economía
que rige los campos, donde no hay maquinaria, salvo arados de bueyes y norias
impulsadas por cebúes que se usan para la producción de aceites y azúcar de
palma.
Ya
empezando a subir las montañas, la ruta está en reparación en numerosos puntos
del camino, tarea que hacen cuadrillas de decenas de trabajadores y también
trabajadoras, sonrientes y cuidadosamente cubiertas del sol con mangas largas y
guantes, pañuelos y el sombrero cónico de paja. Todo es a mano, incluida la
tarea de picar la roca de las laderas de las montañas, volverla piedra a los
mazazos y transportarla al hombro con los típicos balancines orientales. Nos
preguntábamos cómo sería el reclutamiento de la mano de obra, habida cuenta de
las numerosas denuncias de trabajo forzoso que existen contra la junta militar.
Después
de dos días nos desviamos hacia Kalaw, una pequeña villa de montaña, punto de
partida de numerosos circuitos de trekking. Tomamos una ruta que iba subiendo
lentamente, bordeada casi en todo el trayecto de aldeas y casas de campesinos.
Un difícil ascenso nos llevó a un primer paso de montaña, coronado –por suerte–
por un monasterio budista en el que un monje, que nunca dejó de hablar por su
blackberry, nos dio agua de pozo para refrescarnos. Era sólo el comienzo del
ascenso, en medio de un calor agobiante, bordeando un río que sorteaba las
montañas. Subimos cuarenta kilómetros sin tener certeza de cuánto nos quedaba
para llegar a Kalaw, porque el mapa que teníamos no era especialmente bueno, la
gente nos daba indicaciones contradictorias y no había carteles. En eso, un
militar se ofreció a llevarnos en un jeep del ejército, seguro de que no había
chances de que llegásemos antes del anochecer y sin posibilidad de armar la
carpa en ningún lado. Con las experiencias de días anteriores bien presentes,
aceptamos. Efectivamente, la subida que nos quedaba era brava y no hubiéramos
podido llegar en la hora escasa que quedaba de luz, por un camino serpenteante
de montaña y selva.
Al
otro día pedaleamos los kilómetros de ascenso que nos dejarían en el punto más
alto del camino. Desde allí, una ligera bajada nos dejó ver, en la lejanía, el
célebre lago Inle, nuestro destino. A media tarde, bordeando un canal donde la
gente pescaba con redes y mediomundos de bambú, llegamos a Nyaungshwe, la
ciudad que da entrada al lago.
EL
LAGO DE LOS INTHA
Enclavado en el montañoso estado Shan, el Inle
es hogar desde hace unos siete siglos de los intha, una minoría deportada hacia
esa zona en el siglo XII y a la que no le quedó más que poblar el lago en sí
mismo, pues las tierras de los alrededores estaban ocupadas en su totalidad. A
consecuencia de eso, desarrollaron un particular modo de vida que hoy en día
constituye el principal atractivo para los visitantes. Los intha viven en
pueblos construidos sobre pilotes, tienen cultivos flotantes y pescan de una
manera única en el mundo: con lanzas y trampas de bambú, mientras, parados en
la popa del bote, manejan el remo con uno de los pies. Como también han debido
desarrollar todo tipo de producción sobre el lago, los antiguos campesinos y
comerciantes de las llanuras se convirtieron en hábiles orfebres, tejedores,
alfareros, edificaron templos, pagodas y monasterios en islotes y desarrollaron
una de las más peculiares sociedades adaptadas a un ambiente acuático.
La
visita al lago también es oportunidad para presenciar en Nyaungshwe el teatro
de marionetas, un arte sostenido por siglos por los reyes y que hoy encuentra
su principal público entre los turistas.
La
Birmania que pudimos ver en estos más de mil kilómetros en bicicleta
(posteriormente seguimos viaje hasta las impresionantes ruinas de Bagan) está
en acelerado proceso de cambio. La paulatina apertura democrática y su
incorporación al mercado internacional seguramente la harán más cómoda y apta
para el turismo masivo y más parecida a su vecina Tailandia. Mientras tanto,
todavía queda un margen para conocer una cultura y un pueblo extraordinarios.
*
Publicado en “Página12”.
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